"Estoy seguro de que no me creen, y de que tampoco creen que creo lo que afirmo. Son libres de creerme o no, pero al menos crean esto: no estoy bromeando". Philip K. Dick.
Texto del libro de Ricard Ruiz Garzón, Las Voces del laberinto: historias reales sobre la esquizofrenia.
Capítulo: El sexto sentido
En ocasiones, oigo ecos. Ecos de voces eléctricas, ultrasónicas, crepitantes, preñadas de interferencias. No evocan voces humanas, ni de muertos ni espíritus. Parecen reverberaciones sobrenaturales, pero son códigos cifrados, señales de otra dimensión que sólo a veces alcanzo a interpretar. Se manifiestan a través del ruido, en los rugidos de los motores, en las notas de música, en el murmullo del viento y el agua de los grifos... Hablan en grupo, en tropel, unas veces con tono agudo, como de pitufo, y otras con la gravedad de un ser omnipotente. Las escucho en el baño, por la calle, al encender el televisor... Son como las risas enlatadas de las series antiguas: no están ni vivas ni muertas, habitan un extraño limbo desde el que contactan conmigo. Y yo no soy creyente, ni me atrae el esoterismo. No sé si existe el más allá, ignoro si hay extraterrestres y lo cierto es que todos estos temas me la traen, je, je, bastante floja. Preferiría no escuchar nada, disfrutar del silencio y dedicarme al cómic, que es lo que da sentido a mi vida. Pero las voces no descansan, llevan ahí más de siete años y me temo que aún les queda cuerda para rato.
No sé qué pretenden, la verdad; pero he de confesarle que ya han ganado una batalla: la de obligarme a parecer un pirado para que nadie crea que existen.
Llegaron cuando yo tenía veinticinco años. Había estudiado dibujo artístico, pero trabajaba de teleoperador. Vivía con mi madre enferma y mis cuatro hermanos, todos mayores que yo, y tenía una novia con la que editaba un fanzine titulado, ji, ji, El Protegido. Salía los fines de semana, a emborracharme, y en los ratos libres imitaba a mis autores favoritos: Richard Corben, Moebius, Carlos Pacheco, Miguelanxo Prado... A Prado sobre todo. Diría que llevaba una vida, pshé, bastante corriente, un poco disipada pero similar a la de otros amigos. Y entonces, broooom, todo empezó a precipitarse: se me acabó el contrato, cerré el fanzine, corté con mi novia, me quedé sin blanca y, para colmo de males, mi madre falleció. (...)
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Yo estaba muy unido a ella, tal vez porque mi padre nos había abandonado siendo yo el más pequeño, o quizá porque la mujer, aunque sola y enferma de sida, se había sacrificado para sacarnos adelante. Cuidarnos fue su máxima aspiración, el sentido de su lucha. Por eso, ejem, por eso sufrimos tanto su deterioro, su pérdida de peso, sus espasmos y sus visitas a urgencias... No voy a aburrirle con nuestras miserias, pero sepa usted que la muerte, su muerte, se volvió una obsesión para mí. Pensaba en ello a todas horas y me sentía impotente, frágil. Vulnerable. Veía a la gente andando por la calle y pensaba en cómo morirían todos; me miraba en los espejos y comprendía que yo también acabaría pudriéndome, entregando mi vida como un zombi. Fui cayendo en un pozo cada vez más hondo y empecé a beber. Supuse que así lo resistiría mejor, pero ocurrió al revés: el entierro de mi madre me pulverizó, me sacudió, blam, como un mazazo, como si no llevara años anticipándolo. Acudí a mis hermanos, pero ellos fueron rehaciendo sus vidas y al final me quedé solo en aquella casa-tumba, que al menos era de propiedad.
Como no tenía ingresos, empecé a trabajar en una lavandería de Argüelles. Y allí, je, je, allí las oí por primera vez. Frías, vidriosas, insensibles... Recuerdo que era lunes por la tarde, estaba vaciando unos cestos y de pronto empezaron a manifestarse nítidamente en el zumbido de las centrifugadoras: cling-cling-cling... Eran como un coro metálico, una especie de enjambre chisporroteante y acelerado que transmitía hechos históricos desconocidos y los vinculaba a mí. Los mensajes eran abstractos, no lograba traducirlos, ni hoy podría. No me llamaban, ni decían mi nombre, pero leían mi pensamiento con tal claridad que antes de formular ninguna pregunta me había llegado ya su respuesta. Entendía sólo algunos fragmentos, como si el canal de conexión escogido estuviese oxidado por no haberlo usado jamás. Pero no tuve ninguna duda: aquello no podía ser el ruido de las lavadoras. Llevaba semanas escuchándolo y nunca había tenido esa misma sensación, esa congoja. Me asusté, claro, sobre todo porque al principio mostraban cierta armonía, pero su martilleo era cada vez más caótico, más delirante, y llegó un momento en que aquel torbellino ensordecedor se me hizo insoportable: clonc-clonc-clonc-clonc-clonc... Sentí que el cerebro me iba a explotar, así que escapé corriendo de la lavandería y no volví jamás, ni siquiera a buscar el finiquito. De hecho, no he vuelto a pasar por allí, y si alguna vez me acerco, je, je, si lo hago siento aún escalofríos.
El médico dijo que había tenido un conato de pánico. Me encerré en casa durante meses, viviendo como un indigente y bebiéndome hasta el agua de fregar. Me alimentaba de yogures, no me cambiaba de ropa, no limpiaba jamás e iba acumulando desechos por las habitaciones como en un vertedero. Si salía era para beber, de noche, cuando el ruido era menor y parecía amortiguarse el peligro de que las voces regresaran. Sólo en algún breve momento de lucidez me planteé si podían ser voces de ultratumba, voces que me pudieran conducir hasta mi madre. Pero lo rechacé enseguida, y de hecho, hmmm, de hecho creo que jamás han mencionado nada que me recordase a ella. En aquellos días, además, yo creía que podía negar las voces, olvidar su repiqueteo; por eso dormía días enteros, hasta que me desvelaba y volvía a emborracharme para poder caer de nuevo en la inconsciencia. Luego supe que algún vecino me encontró más de una vez tirado en el portal, entre mis propios vómitos... Así pasé un año, hasta que una tarde llegó mi hermano, me pilló en la cama y al ver que no había agua ni luz, que todo estaba como si hubiese caído una bomba, decidió llevarme con él.
Para entonces, hmmm, sí, para entonces las voces eran tan cotidianas como la luz del sol y yo las combatía como podía. Más tarde me dediqué a analizarlas, aunque se resistían, y así pude ver que las había distintas. Estaban, ji, ji, estaban las cachondas, ji, ji, ji, como de diablillos... Son las que se han impuesto. Se repiten mucho, pero no ofrecen posibilidad de respuesta, juegan con los dobles sentidos hasta apabullarte y tenerte en sus manos. A veces no me dejan dormir, imitan voces de niños pequeños y les dan velocidad, ñic-ñic-ñic-ñic-ñic-ñic, como en un disco pasado a más revoluciones. Al principio eran muy divertidas, me hacían gracia, pero con los años se han vuelto perversas, muy despectivas, y ahora sólo me hablan de sexo y me cuentan guarradas. Cuando me niego a escucharlas, insisten y me acaba doliendo, me acaba doliendo mucho. Pero puedo asegurarle que nunca me dan órdenes. A lo más que llegan, ya sabe, es a sugerir que tal persona puede ser, je, je, o que seguro que es, mmm, una fiera en la cama...
También hay voces de buena gente, voces que parecen dirigirse a mí para cuidarme. No son distintas a las anteriores, les ocurre como a nosotros: pueden ser buenas o malas en función del momento. Yo a veces lo entiendo como una evolución: está la vida, está la muerte y está, fíuuu, está esa otra dimensión donde residen las voces. Quién sabe si nosotros no seremos también voces algún día, ecos de pensamientos dispersos por el universo, a la espera de que alguien los capte, como yo ahora. Y ahí podremos tener mala leche, o ser ingenuos como niños, o desear a alguien, igual que en esta realidad. Y ahí podremos dar consejos, como esas voces sabias que me ayudan a ser mejor, a superarme, a evolucionar hacia ellas... Esas voces pacientes que prometen, ay, recompensas...
Y luego está, buf, luego está Dios, que es otra cosa. Sé que hay voces que hacen votaciones para decidir los pasos que he de seguir y otras que me dicen que todos tenemos una flor que defender, y cosas así. Esas voces me mosquean, porque yo no sé nada de flores y en cambio, je, je, en cambio oigo nombres reales, hasta en latín, flores que existen y son sexuales porque se entregan en actos de amor. Pero lo de Dios, uf, lo de Dios es otra cosa. Lo llamo Dios porque no sé cómo llamarlo, pero no es el Dios de los cristianos. Tiene una voz ronca, muy grave, y suele manifestarse a través del viento. Le encanta decirme que hay un orden y que se lo salta para mí. Y no es el viento, utiliza el viento como soporte. Una vez me dijo que debía dejar de fumar. Y eso, hmmm, eso no lo hace el viento. Me lo dijo de forma solemne y me tranquilizó, me dijo que todo estaba bien, que sólo había que entrenarme. A veces me cansa, porque yo no quiero saber nada de todo esto, y a veces me dice cosas tan elevadas que no las entiendo. Pero en general me hace sentir bien, como si esto de la enfermedad fuese sólo una máscara, un juego de ventrílocuos, un descanso para cuando llegue la hora de demostrar lo que estoy aprendiendo. Eso Dios no me lo dice, eso lo deduzco yo. Pero podría ser diferente, hmmm, muy diferente; la verdad es que no estoy seguro del sentido que tiene todo esto.
A veces pienso que los ecos son modos de contacto de un mismo ente o residuos de cosas que nunca se dijeron; y a veces, je, je, a veces creo que soy yo el que tiene como un sexto sentido que me permite acceder a ellos. Pero la mayor parte del tiempo prefiero no pensar en nada de esto, me olvido y me pongo a dibujar, o a jugar al ping-pong o a ver una película... A hacer mi vida, que no tiene nada que ver con las voces. Si tuviera que explicárselo en una frase le diría que esto es, sssssí, es como soñar: al soñar podemos vivir otras realidades, algunas increíbles, y sus nexos con la vida, por asombrosos que sean, no nos impiden seguir con el día a día; pues a mí me ocurre algo así con las voces: me transportan a otra dimensión de mi conciencia, pero luego me despierto, desconecto y vuelvo al dichoso día a día. Usted, je, je, usted podría hacer lo mismo, supongo. Si supiera contactar, si no se quedara sólo en los ruidos, en esos zzzzz..., grrrrr..., fffff...
Al principio, cuando me fui con mi hermano, yo quería pensar que sí, que eran ruidos y que podía dejar de oírlos. Pero era como intentar no soñar: ocurre igualmente, a lo máximo que se llega es, plip, a olvidarlo. A mí los tratamientos me ayudaron a eso, a olvidar que oía voces. Pero volvieron, las recordé, y hoy, hmmm, hoy lo único que consiguen las pastillas es amortiguar el eco, distorsionarlo, multiplicar su vibración. También consiguen irritar a las voces, claro. A veces las cabrean tanto que me da miedo.
Quizá por eso en los últimos tiempos han adoptado un tono más agresivo. Ahora, ji, ji, mezclan lo infantil con lo escatológico, parece que experimenten conmigo, como si fuera un cobaya. Nunca superan cierto límite, son inteligentes y saben que nuestro cerebro no está preparado para aceptar estas cosas, que abusar es, ejem, contraproducente. Por eso acuden a las casualidades, al sexo y a la televisión. Saben que un jarabe es más fácil de tomar cuando no tiene mal sabor. Y saben que así el resto de la gente no está tan pendiente de ellas, se las ingenian para que confundamos casualidad y causalidad...
Le daré un ejemplo: desde hace meses, utilizan a la presentadora de un concurso televisivo que me encanta, una rubia que sonríe como si fuese inmortal. Para que no la evite, me dicen, je, je, que yo podría salir con ella, con ese bombón, así la llaman. Pero no es tan sencillo, porque en algunos momentos, el bombón me mira a los ojos y le da un sentido especial a cualquier comentario intrascendente. Hace poco dijo: «Se va a acabar lo de la fábrica de sueños». Y es, ajá, es como si me preparase, como si fuese a comenzar una nueva etapa en la que ya no vale sólo con soñar y despertar. Hay quien piensa que esto son coincidencias. Una vez vi a un actor que me encanta en una película, y me estaba rascando la cabeza cuando él se giró y dijo: «Ric-ric-ric, ric-ric-ric... Rascándote no arreglarás nada». Puede ser casualidad, sí, pero ocurre a todas horas, y a veces con referencias directas: a mí en la residencia me llaman nórdico porque soy rubio, y ayer mismo vi a la presentadora con una especie de manta por encima y diciendo: «El nórdico, mmm, el nórdico es lo mejor». Pensé que lo iba a notar todo el mundo, pero nada, y entonces ella preguntó enseguida: «¿Y a quién le puede molestar?». Y así todo el día, por sorpresa, como lo del viento y su manía de que deje de fumar, en cuanto veo un árbol algo se enreda entre sus ramas y empieza la cantinela: «Falta fe, hay infarto, infarto», insistiendo, fric-fric-fric, fric-fric-fric, para que deje el tabaco... Todo con dobles, triples, séxtuples sentidos. Como el día antes del atentado en Nueva York, je, je, cuando compré un disco con las Torres Gemelas en la portada y se me cayó con otro disco de música árabe y ambos, crash, se hicieron añicos. Casualidades, je, je, casualidades... Lo serán, pero me salen ya por las orejas. Si pienso en todo lo que ignoramos es mareante... Me parece, oh, me parece soberbio aceptar que existe el efecto mariposa y en cambio descartar las voces porque son, ejem, inusuales, ejem, intangibles...
En los cómics futuristas, los que más me gustan, aparecen todas estas cosas y nadie dice nada. Yo mismo introduzco en mis exposiciones motivos similares y me los elogian. Si las voces me han dicho que estoy corriendo por el filo de la navaja, zzzinnnng, yo lo dibujo y no ocurre nada. Pero si le digo a alguien que una voz o un ruido me han inspirado eso, empiezan a mirarme mal. Es lo de siempre, je, je, el canal, el dichoso canal. Puedo pintar ovejas eléctricas, hombres en castillos y hasta áfidos, como si existieran. Usted, je, je, ni se inmutará. Pero si se me ocurre decirle que oigo vocesssss que replicannnnn, entonces empezará a tomar notas como un poseso. Así que ha de entender que para mí soportar todo esto sea un desafío, un desafío total.
Otra prueba de que todo esto no es producto de mi imaginación es que yo apenas tengo visiones. A veces, hmmm, a veces he visto puntos y rayas que se unían para reírse de mí, formando caras como las de los emoticones, je, je, como los smiles del acid house, ji, ji, pero son molestias pasajeras. Veo sus risas en las aceras, en las grietas del asfalto, en trazos de tiza que descubro sin querer mientras paseo, sobre todo cuando no hay mucha luz. Pero nada más. Me lo tomo con humor, je, je, je, como si el mundo se pitorreara de mi sexto sentido; por eso me río tanto, je, je, por eso puedo convivir con ello sin problemas, aunque me frote los ojos y continúen ahí. Lo de las voces, en cambio, empieza a preocuparme. Hmmm, sí, mucho más. Porque yo, ¿sabe?, yo he oído cosas que usted no creería. A veces, siento que todos esos ecos se diluirán cuando sea hora de morir, sé que se perderán en el tiempo, shhh, se perderán como lágrimas en la lluvia, sin dejar rastro. Será una lástima, porque aún no sé si habré tenido tiempo de prepararme.
Últimamente es como si no estuviese haciendo las cosas bien, como si no supiera endurecerme o no me lo tomara tan en serio como las voces desean. Me parece que creen que no soy digno de su confianza. Entonces se excitan, je, je, se alborotan, y aparecen las voces obscenas, lúbricas, las que me dicen, ji, ji, que debo probar las felaciones aunque sea heterosexual, o las que me incitan a participar en tríos, a masturbarme, chump-chump, o a tener unas fantasías que no corresponden a mi corta experiencia, como si yo, je, je, como si yo pudiese ser un semental. Últimamente acuden al bombón para transmitirme sus ansias, sobre todo los diablillos, que están ahí todo el día, pum-pum, pum-pum, dando la vara como moscas cojoneras, je, je, como moscas cojoneras...
En cierto modo sé que si paso esas pruebas lograré estar con ella, o con quien desee, pero, nnnno-no-no, yo no quiero estar con chicos para conseguirlo, no sé por qué he de cumplir tantas, ejem, expectativas. Por eso, je, je, si la presentadora me sonríe y me dice mientras está entrevistando a un invitado: «Pronto nos acostaremos los tres, tonto», pues me molesta. Y si luego insisten en la música y suena una guitarra en cualquier anuncio: «La-la-la-la-la-láááá»... Pues yo, ji, ji, yo lo odio, porque las voces se cuelan en la guitarra y escucho de fondo, sincronizado: «Me-la-vas-a-ma-maaaar»... Y qué quiere que le diga, cof, cof, a mí todo esto me sobra, cof, cof, esto cada vez es más extraño y al final he tenido que dejar a mi hermano y venirme a vivir a esta mini-residencia, que no está mal, pero parece una caja de resonancia con tanta voz, ñic-ñic, ñic-ñic, ñic-ñic...
Yo creo que mi mente no está lista. Capto demasiadas interferencias, demasiada contaminación acústica, por eso no entiendo nada; en este pim-pam-pum ya hay más distorsiones que mensajes, más ecos que voces, y eso no puede ser. A veces no puedo pegar ojo y ya casi no puedo ir a conciertos, con lo que me gustan, porque el chumba-chumba las dispara, los decibelios las ponen a cien, y me tengo que ir corriendo porque es insoportable. Lo único que respetan es el cómic y por ahí voy tratando de orientarme. Me pongo con mis acrílicos, plis-plas, y voy preparando encargos y sacándome algún dinerillo extra. No sé por qué se mantienen al margen, pero es como si el dibujo las exorcizara, las barriera del mapa, como si su energía se diluyese, flop, y no pudiesen emitir. Es mi refugio, mi santuario, mi cámara insonorizada. Tal vez sea porque en mis cómics no escribo palabras, no lo hago nunca, jamás. Sólo dibujo ruidos, onomatopeyas, bocadillos con interjecciones, risas... Tal vez, je, je, tal vez sea porque en mis cómics no hay sonido, sólo imágenes; estoy tan harto de las voces que hasta los ruidos los veo ya como iconos: zas, bang, grrr... Es un descanso, sí, pero no me puedo confiar, porque luego ellas vuelven y vuelven, vuelven y vuelven una y otra vez.
El que no voy a volver, je, je, je, el que no va a volver soy yo... No, de veras, olvídeme. No tengo respuestas, ni creo ya a estas alturas que las tenga usted. Seguiré tomando mis pastillas, por si acaso, y esperando que todo esto cambie, que se acabe de una vez. No insista, no me busque, no me llame ni me haga venir a este despacho tan lleno de ecos. Al fin y al cabo, ejem, esto está muy oscuro, ejem, su voz tintinea como si fuera de vidrio y esas gafas, ese bigote y esa bata blanca están también formadas por puntos, puntos y rayas. No sé, tch-tch, no sé si tiene razón, si pretende ayudarme o confundirme aún más, pero puedo asegurarle algo, je, je, algo que no se espera: me he dado cuenta. Ajá, no se proteja más, sobran las señales. Su puesta en escena, su ventriloquia, han sido inútiles. Aunque hay una diferencia, eso es cierto, aún hay una diferencia entre su voz y las demás: ellas me conocen, ji, ji, ellas, aunque sea muy de cuando en cuando, ji, ji, ji, ellas consiguen excitarme un poco...
NOTA: Con treinta y cinco años, abstemio al fin y acogido por una fundación asistencial, el protagonista real de esta historia vive desde hace seis años en un piso tutelado con otros enfermos. Según sus monitores, es más sociable y menos problemático que sus compañeros. Posee un gran talento para el dibujo y ha realizado diversas exposiciones. En la actualidad, tras haber sobrevivido a dos intentos de suicidio, sus alucinaciones auditivas han remitido considerablemente gracias a la medicación, aunque algunas persisten sin que los médicos puedan explicar su origen. Pese a estar dispuesto a asumir su enfermedad, la falta de un remedio le hace dudar de sus psiquiatras. Con la grabadora apagada, jura entre susurros que, si conociera el modo, él mismo eliminaría las voces de un plumazo
2 comentarios:
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