Tras la muerte de mi padre caí en una profunda tristeza. Han pasado casi cinco meses y aunque jamás podré olvidar a mi viejito, algo me dice que tengo que comenzar a vivir: no desde la euforia, la mitología o la quimera, sino desde la cordura, la sensatez y la vida normal. Ya sé que hasta hace poco tiempo me obcecaba en el dolor, la rabia y la impotencia, pero ya lo dice el viejo dicho "no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo aguante".
No quiero acabar como mi madre, que murió a los sesenta años neurótica y amargada.
Desde el sentido recuerdo de mi padre, quiero abrazar el futuro y caminar por una nueva senda, que como ya he dicho, sea de normalidad y no de falsa alegría o euforia.
Ha sido como despertar un día, tras vagar por el valle de la muerte, y tras estar muerto en vida, sentir como mi padre me dice desde el cielo "hijo mío, resucita, aún eres joven y aún hay D. P. para rato".
Esto no es un escrito de una persona feliz, sino un alegato por una vida digna.
Del curioso parlante, hombre de 35 años diagnosticado de esquizofrenia paranoide.
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