miércoles, 8 de febrero de 2012

Carmelo



Una foto de un bosque en California 2009

Ser un guarda forestal que escucha a Mogwai a todo volumen en tus enormes auriculares pasados de moda mientras dibujas en tu cabeza siluetas imposibles de cuerpos incorpóreos flotando en el abismo, no es lo más normal que te puede pasar.
Pero a Carmelo los hechos le han conducido hasta este punto sin que él considere que haya tenido mucho que ver.
Primero una profesora incompetente de uñas violetas y culo gordo le plantó la etiqueta de niño autista con tal convicción y entusiamo que ni el psicólogo del colegio, más experto en carreras de galgos y cocina oriental que en los misterios del comportamiento humano, se atrevió a llevarle la contraria.
Después vinieron las clases especiales y el vacío reconfortante que se fue fraguando entorno a su persona. Los silencios, las miradas torcidas, los rostros compungidos, el interés morboso...todo estaba amañado para que Carmelo hiciese de su mundo interior el único destino digno de su infantil interés.
Y así, poco a poco fue descubriendo, casi por azar, sutiles y burdas maneras para que nadie irrumpiese en sus cavilaciones: hacerse el idiota era la más fácil, no mirar directamente a los ojos de quienes con cierta lástima y regusto a superioridad se animaban a hablarle, desinteresarse por aquello que intuía que interesaba al resto.
Era una operación de automarginación intencionada, aunque solo a medias.
Y es que, sin proponérselo conscientemente, Carmelo había descubierto un gran secreto. Qué alucinante era no tener nada que ver con nadie. Le quedaban miles de horas libres para experimentar con sus sentidos y su imaginación.
Además, se había vuelto alérgico a la humanidad y las escasas relaciones inevitables que no podía esquivar (mamá, papá y el doctor al que acudía cada vez que se resfriaba), le provocaban extraños sarpullidos y espasmos musculares verdaderamente incómodos.
La cuestión es que el falso autista era un devorador nato de cultura en todo la extensión del término, un enamorado de la soledad y el más entregado amante de la vida, dotado, todo sea dicho, de una sensibilidad excepcional y una inmensa fascinación por los espacios abiertos.
Por eso hoy Carmelo escucha a Mogwai mientras se sacude las ramitas que se le han quedado pegadas a las botas.

Y todo gracias a esa imbécil de uñas violetas.
 
Relato de ficción escrito por Esther Sanz (Psicóloga Clínica Área Externa Salud Mental)

6 comentarios:

Javier dijo...

me ha gustado el post, sobre porque escuchaba a Mogwai, uno de mis grupos preferidos.

pere dijo...

posiblemente alguno de estos genios reputados autistas (Newton, Esinstein, ..) se lo debemos a una gorda con uñas violetas.
un abrazo,

Ender dijo...

Buen relato.
La verdad es que el personaje me recuerda bastante a mí: soy una mujer bastante antisocial, no es que no tenga capacidades sociales, es simplemente que estas me incomodan. También he de añadir a eso que desde hace unos años el exceso de información (varias conversaciones a la vez o una larga conversación, de estas que tienen de monólogo y se reiteran continuamente, ruidos repentinos, luces que se mueven -como en la carretera-...) me producen mioclonias (como los temblores del personaje), desorientación y tartamudeo.
Lo curioso es que me pasa igual que al personaje del relato: me gusta vivir mis sentidos y mi imaginación sin que me molesten, porque puede que a otras personas les parezca un problema mi actitud, pero yo jamás, jamás me aburro.

Guerrero de la luz dijo...

Precioso relato

Tira los Muros dijo...

Que gran relato y que grandes Mogwai!!! viva el noise!!

saludos

Hilari

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

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