Dentro de nuestro capítulo de
colaboraciones en la blogosfera hoy os presentamos a Misha*, una joven estudiante mexicana, apasionada de las letras y fantástica escritora que tiene un blog francamente recomendable llamado "
Esquizofrenia" donde nos habla de su vida y de cómo lucha con coraje por convivir con las voces que en ocasiones la aislan y atormentan.
Misha, al menos en su blog, es todo luz, transmite e irradia sinceridad, hasta en los momentos más oscuros. Y tras haber contactado con ella ha tenido la amabilidad de escribirnos un texto para nuestro blog.
César M. Estévez
CAPICÚA
Siempre me ha gustado pedir deseos. La clase de deseos casi imposibles, claro está; ser más alta, más lista, más bonita y todas esas patrañas que las personas necesitan para ser felices. Nunca busqué estrellas fugaces, sobre el manto de contaminación que cubre nuestras noches nunca he visto más de cuatro o cinco estrellas. Mis deseos siempre dependían del azar. Si pasaban cuatro autos rojos seguidos sacaría diez en mi examen de matemáticas, o si lograba hacer dos parados de manos en gimnasia no reprobaría inglés, a la fecha continúo haciendo eso. Me da alguna clase de seguridad dejar las cosas a la suerte, por extraño que suene, siento que me deslindo de cierta responsabilidad. Por eso, cuando descubrí las capicúas, sentí que había encontrado algo justo para mí. La certeza de que siempre llegará una hora que no variaría de al leerse de izquierda a derecha o de derecha a izquierda, contra el azar de estar a tiempo para presenciarlo. 11:11, un número mágico, indicado para pedir deseos.
Si bien mis primeros deseos llevaban aquella pizca de azar y aquel mucho de dedicación propia, los deseos que pido ahora están muy lejos de lograrse. Ya no es asunto de la consagración que ponga o no a conseguir lo que quiero, no. Es un asunto que se me sale de las manos, que no controlo; no puedo quitármelo de encima aún si pasan noventa carros amarillos conducidos por payasos. Cada capicúa que pasa deseo lo mismo, cada doce horas el reloj me da la oportunidad de pedir alguna clase de suerte y cada doce horas resulto en lo mismo. Deseo no estar enferma. A mis diecinueve años, –después de tres años y contando–, aún deseo con todas mis fuerzas no tener esquizofrenia.
Las capicúas son importantes para mí. Me es importante saber que, al menos, aún puedo elegir no querer esto. Hace poco escuché en la televisión que, para un psiquiatra, anunciarle a su paciente que tiene esquizofrenia, es el equivalente de un doctor dando el diagnóstico de cáncer. Nunca había caído una verdad tan grande sobre mi cabeza y, como todas las verdades que he afrontado en los últimos años, la manejé sola. Así son estas cosas, diría mi bisabuela. Así es esto de vivir con tu cruz, respondería mi bisabuelo. Lo cierto es que el psiquiatra, que –tras meses de consultas, formularios y estudios– me anunció la presencia de un cuadro psicótico, parecía haber tragado algo asqueroso. No recuerdo que me haya visto a los ojos. Yo recuerdo el piso, el cielo y la sensación de caída. Supongo que no es fácil decirlo y, por experiencia, menos fácil resulta asumirlo. La vida se convierte en algo casi normal. Es casi normal escuchar voces, casi normal no recordar como regresar a casa, casi normal asumir que todos te odian y es casi normal odiarme con todas mis fuerzas.
Me odio desde la punta de los dedos hasta la coronilla. Odio mi cuerpo, mi figura, mi complexión, mi expresión ausente, mis ojos sin brillo, mis labios caídos. Odio mis sarcasmos, mi inglés mal escrito y peor pronunciado, la manera en la que siempre me siento atacada, la ansiedad que me inunda a cada momento y el desapego que tengo hacia casi todo. Odio que mi voz nunca se escuche, pero odio más que se asemeje al ruido de algún ratón. Me aborrezco por mentirosa, son tantas las estupideces que he hecho y dicho que ahora tengo que encubrir una mentira con otra aún más grande. A veces me pregunto si voy a reventar con todo esto que me guardo. Odio no poder vivir una vida si no es a través de libros. Odio no saber ser leal. Odio tenerle miedo a todo. Odio la manera en que mi espalda siempre está encorvada, eso grita derrota y, lo peor es, que sí. Me siento derrotada. Odio a quien sea que me devuelve la mirada en el espejo cada mañana y que parece haberme robado algo. Veo mi vida pasar, se va alejando cada vez más, y no logro alcanzarla. Sencillamente no estoy aquí.
No fue el diagnóstico lo que me arrancó de donde sea que estuviera sosteniéndome. Desde hacia mucho me tambaleaba, aquel día sólo fue la representación de un golpe de gracia. Nunca he logrado coincidir con las personas, siempre he sido terca y con mal genio. En mis primeros años de escuela tenía impulsos violentos, arañaba y mordía a mis compañeros. A la fecha me cuesta mucho controlar mis accesos de mal humor o de ira, golpeo paredes, araño mis brazos, entierro plumas en mis piernas, rasgo mis hombros con navajas. No es un acto de ‘mírenme, mírenme’, no es algo que controle. Muchas veces quiero detenerme, porque me duele, porque sé que es estúpido, porque ya no hay motivos para seguir molesta; pero sigo, sigo hasta que se me van las fuerzas, hasta que ya no siento ansias. Así es con todo; me obsesionan mis errores, mis fallos. Siempre regreso a buscar lo que sea que haya hecho mal esta vez, aunque no exista razón. Por las noches, cuando me siento desfallecer, se enciende una radio en mi cerebro. Voces, voces, voces. Conocidos y completos extraños comienzan a farfullar y vociferar en mi cabeza. Algunas cosas no tienen ningún sentido, otras me preguntan por qué no hago nada bien, yo misma me lo pregunto.
Durante un tiempo, casi seis meses, veía una sombra con ojos rojos arrinconada en mi cuarto, observándome. Sí, lo sé, suena a película de miedo o alguna de esas cosas. Pero sólo éramos él y yo, él preguntando para qué vivir y yo respondiendo para qué morir. Ahora permanezco presionada por cosas que yo sola me invento, lo que sea para mantener mi cabeza ocupada; no me gusta estar sola. Al estar sola puedo rumiar sobre pequeñeces que, al ser recordadas, no parecen tan pequeñas. Si no tengo algo que hacer o alguien con quien hablar comienzo a sentirme ansiosa. Salir a la calle se ha vuelto un fastidio, a veces me olvido de como regresar a casa, cuál es la línea de metro que debo tomar o el autobús que debo abordar. A veces, sin más, exploto. Tiemblo, desconozco a las personas que me rodean, estrecho mis piernas y espero que al abrir los ojos todo haya vuelto a mejorar, pero no. Cuando logro calmarme no recuerdo que hice, que dije, que pasó.
Y esto sigue, sigue, sigue... Algo me carcome, me oxida. Por eso pido tantos deseos, por eso espero con devoción cada capicúa. Tal vez me llamen y digan que esto es un error, que es algo temporal. Cuando me dieron el diagnóstico me explicaron que esto iría en aumento por los siguientes cinco años y, que tras ese tiempo, bien podría mejorar o terminar en una clínica. Ya estuve en una clínica. Constantemente me pregunto cómo esto puede llegar a empeorar y, como por gracia divina, siempre me llevo alguna sorpresa nueva.
Mi familia lo ignora. Somos mi papá y yo, viviendo solos en una casa tan pequeña que nuestros problemas no caben y escapan por las ventanas. ¿Con qué cara se lo digo? Sabe que voy a ver a un doctor, pero no conoce la diferencia entre psiquiatra y psicólogo. Para él sólo es una excusa mía para no estar en casa. Mis dolores de cabeza son producto de tener dos gatos y estar respirando su pelo; mi ansiedad es producto de no hacer nada. Lo demás ha logrado no verlo, mucho tiene que ver con que casi nunca estemos juntos. Los medicamentos han sido un problema, pagarlos, conseguirlos, todo. Las consultas médicas implican gastos, el seguro médico no quería cubrirlos y, cuando aceptaron, fue tras casi un año en el que no tuve doctor. El día que decidieron internarme mi padre aceptó apenas escuchando de qué se trataba, para él sólo fue una de mis tantas ocurrencias, pero igual no tuvo que pagar. Mi abuela me cuidó por mucho tiempo y, tal vez, fue ella la única en saber lo que me pasaba. Pero una mañana desperté para saber que había muerto y, así, terminar de morir con ella.
Entonces, así he caído, a despertar y desear no tener esto. Si las personas escucharan sería un logro, pero no. Para ellos la esquizofrenia es estar loco y punto. Jamás se nos permite aquel papel humano en el que tenemos sentimientos y en el que la palabra ‘loco’ atraviesa como un cuchillo afilado. Tantas veces me han dado la espalda, tantas veces se han quedado en silencio y después reído, esperando que sea broma. Jamás se detienen a pensar en lo delicado que es no saber que será de ti mañana. No saber si despertarás y serás capaz de seguir con tu vida, pretendiendo que nada pasa. Pretendiendo que tu cerebro no se desgasta y nada de esto te afecta. Y después prendes el televisor y la primera serie que sintonizas dice que ‘asesinó a su mejor amigo porque tenía esquizofrenia’, y te paralizas al pensar que bien podrías ser tú. A veces no sé que me afecta más, la enfermedad o todo lo que se espera de ella.
Esperan que vaya por las calles proclamando el fin, que tome un arma y asesine a todo un salón de clases, que me tire en un rincón, que me mate, que… Ya no sé que tanto esperan de esto. No sé si estoy o no predispuesta a pensar que algún día acabaré así. Hay días en los que no puedo salir de mi cuarto por miedo a lo que hay en el mundo y hay días en los que estoy perfecta hasta que algo, o alguien, me recuerda que se supone que debo ser un maldito monstruo. A esto se reduce la vida casi normal, a que los demás esperen lo peor de alguien que no controla lo que tiene. Yo no pedí esto, no lo busqué y jamás lo esperé. Ahora que lo vivo, ahora que atravieso esta línea de persona sana/persona enferma, ahora me cuestiono quienes son los monstruos. Nosotros, personas con algún trastorno mental que cada día despertamos dispuestos a combatir a nuestro peor enemigo, nosotros mismos, aún a sabiendas de que llevamos al batalla perdida de antemano. O ellos, personas sanas y vivaces, que no están dispuestas a escuchar que la razón deambula tras el camino de la locura. Es tan sencillo terminar así, tan sencillo dar un paso en falso y perder lo más valioso, lo más vital, perderte a ti mismo.
Despierto esperando ver zapatos diferentes bajo la cama, pero no es así. Sin embargo, amo la vida y amo los pequeños instantes de la misma, la amo más sólo por saber lo fácil que me puede ser arrancada ésta realidad. Cualquier día, sin previo aviso, puedo despertar y desconocer cada espacio, cada momento y cada recuerdo que me constituye. Entonces, ¿quién me va a tender su mano? ¿Quién va a olvidar todas esas capas de estereotipos para encontrarme, para encontrar que no soy un peligro? Supongo que es eso lo que más temo, lo que sea que viene después, cuando ya no puedo ser fuerte y tengo que afrontar que las personas son demasiado personas. Que temen demasiado a lo que no entienden. Sí, hoy me prometen una mano amiga, una compañía infalible, un pulso firme; pero mañana todo esto puede cambiar. Mañana puedo ver como se alejan, ¿a qué me atengo? ¿A quién espero? Tal vez por eso sigo creyendo en las capicúas, tal vez me espero a mí misma. Mi propia mano que me levante, antes de que alguna otra corriente me arrastre.
Son las 11:11. Cambiemos esto, cambiemos el deseo. Deseo, que por un momento, por un segundo, no pretendan entenderme. Jamás me van a entender, ni a mí ni a lo que me ha tocado llevar. Pero sí pueden comprender, comprender que lo último que necesito es creer que esto es mi culpa. Comprender lo útil que es que alguien te escuche, que alguien se detenga junto a ti a mitad del camino mientras tomas un descanso. Yo quiero terminar el camino lo mejor posible, pero creo que voy a tardar un buen rato y me es muy incierto a donde voy a llegar. Pero no puedo perderme, no tengo a dónde ir. 11:12.